jueves, enero 14, 2010

La muerte de Roberto Carvallo


Capítulo II: La Bicicleta.


Para la navidad número 10 de Roberto Carvallo deseaba con pasión un regalo que transformaría su vida, durante cada noche del año 1986 soñaba con una bicicross BMX. Pedalear fuertemente y enfrentar un obstáculo de tierra a modo de rampa y saltarlo firme y volver a la tierra triunfante por la proeza. Para la navidad, sus padres con mucho esfuerzo habían hecho realidad su deseo. Sobre dos ruedas era otra persona, un nuevo Roberto, que dejaba atrás las frustraciones y miedos. Su vehiculo era único, su color azul metálico, con llantas anchas de grandes calugas de goma otorgando una particular desproporción a sus ruedas, era como un tractor, su manubrio poseía una curva en v con una “T” pequeña de esas que se usaban en las bicicletas de paseo “mini”, era una bicicleta fuera del estándar de competición, pesada y veloz como camión, pero era su bicicleta Bmx y la admiraba profundamente. Con ella obtuvo sus primeras cicatrices, se raspó las rodillas iniciando un criadero de costras en sus piernas que durarían hasta la adolescencia. En su bicicleta azul transitó por primera vez la ruta de las misiones poéticas, intentando saltar el canal de la calle “Los Patos” que cruzaba su villa, ese obstáculo de agua y tierra tenía un grosor de dos metros. Roberto no pensó. Comenzó a pedalear en dirección al canal se empinó en la cornisa, levantó su manubrio emprendiendo el vuelo, fueron milésimas de segundos de viaje hasta que cayó al fondo. Salió del agua como una nueva persona, un bautizo, conoció una sensación extraña, no tenía frío, estaba exultante, feliz, con ganas de intentarlo otra vez, y buscar nuevos desafíos. Un día salió de su casa sin destino, pedaleó y se encontró en le puente de Pelvín, pensó que sería una buena idea subir la cuesta del cerro de Mallarauco, llegó exhausto a la cima, después de ver como los perros vagabundo trataban de sobrevivir como bestias salvajes de un país subdesarrollado emprendió el descenso, tenía miedo de usar los frenos, no podía caer, eso significaría un grave accidente, soltó el freno y se dejó llevar, el viento daba en su cara, casi no respiraba, el pecho estaba vació, todo era concentración, las pupilas pegadas al suelo esquivando las piedrecillas, los brazos firmes, ¿qué era eso? ¿Placer? ¿Qué era ese gozo silencioso que al finalizar el trayecto estalló en eufóricos gritos? Era algo tan cierto como el miedo a la oscuridad, como el amor de sus padre.


Para superar la rutina Roberto salía a recorrer las calles del casco antiguo de Peñaflor buscando baches que sirvieran como obstáculos para saltar en su bicicross. Arqueólogo de los defectos urbanísticos, admirador de los errores burocráticos gozaba con su pueblo mal trecho que se expandía en sus ruedas. El joven no podía salir de su casa sin su bicicleta. Salió rumbo al quiosco del Loco Mario a comprar galletas Fruna con cubierta de chocolate y un helado de Lúcuma Santa Inés, se demoró escaso cuatro minutos en recorrer las 8 cuadras que lo separaban de sus anhelos. Compró y salió rápido, aunque el loco Mario se haya convertido a la religión evangélica, expiando sus pecados con la Biblia en mano y con su voz penetrante en el aire cantando la buenaventuras del señor, aún sentía miedo de la cara del desquiciado propietario. En dirección a casa con su helado y galletas colgando en una bolsa de plástico, Roberto transitaba lentamente por la orilla de la calle Irarrazabal, buscaba miradas, deseaba observar a esa niña bonita, frágil, de piel y cabello tostado como la cubierta de una marraqueta, que siempre jugaba al elástico en el pasaje Jaromir Primal. Pero no estaba, a pesar que miró atrás no apareció. Distraído llegó a la esquina de la calle Irarrazabal con los Patos. Puso el pie en el suelo, miró a los dos costados de la avenida, observó su bolsa que se balanceaba desde las manillas, subió su pie izquierdo al pedal e hizo fuerza contra el piso moviéndose perpendicular a la calle, le siguió el estruendo, la garganta apretada , las pupilas dilatadas, las piernas temblorosas, una camioneta GMC similar a la de los Magníficos (A-team) pero de color gris frenó bruscamente a un metro de su humanidad, salió un olor a goma quemada, observó el rostro pálido de canoso conductor, Roberto se asustó, pedaleó fuertemente hacia su casa, sin dar explicaciones, menos recriminaciones. El señor Ramírez que trabajaba en Bata al igual que su padre había sido testigo del incidente. El niño sentía miedo, no quería que nadie le contara lo sucedido a su Papá, su corazón se llenó de culpa. Su padre no debía saber nada, rezó pidiéndole ese favor a Dios. Porque no quería que le quitaran la bicicleta, dejándolo castigado por tiempo indefinido. Pasó un mes, Roberto era feliz con su secreto hasta que el señor Ramírez contó la verdad. Cuando su Papá lo castigó, el remordimiento se apoderó del niño, nunca había visto a su Papá así de furioso. Lo castigaron un año sin bicicleta, la desarmaron y la guardaron en el cuarto de cachureos. Al poco tiempo de recuperar su bicicross, cuando pensaba que lo peor había pasado le robaron su vehiculo desde la puerta de su casa, así fue como terminó la carrera de ciclista extremo de Roberto Carvallo.