domingo, octubre 07, 2012

El Reemplazante. Aula bizarra (Capítulo I)



Serán seis días, -dijo el director-, no pregunté por el sueldo, solo acepté. Me presento el día viernes a trabajar. Entro a la secretaría de Dirección, la secretaria me indica la entrada de  un pasillo y doy de frente con una sala, en su interior  se encuentran  cuatro señoras, me observan, me saludan, me acerco tímidamente, me preguntan lo típico, ¿de qué Universidad venía?, ¿Mi nombre?,  ¿Dónde vivía?, -conteste sus preguntas, haciendo hincapié que vivía en Peñaflor-, a los Santiaguinos les parece exótico que uno viva fuera del cordón urbano, eso te da un aire de sacrificio, que provoca simpatía en la gente, nunca he sabido  el por qué pero lo aprovecho. Me siento  en un sillón frente a un televisor y espero que toquen  el timbre.

Los profesores comienzan a ocupar la sala, se mueven de un lado a otro, aprovechan el tiempo para hablar de temas triviales, graciosos, el  resto se deslizan por la sala, toman y dejan libros de clases hasta dar con el correcto, como si fuera un ritual de iniciación, dejan pasar los minutos. Llega un asistente del inspector y los motiva a que salgan al patio,  algunos docentes lo ignoran, pero la mayoría acepta su realidad y sale en busca de sus cursos.

La formación se demoró veinte minutos, paso con el 3º A, en dirección a la sala once,  los jóvenes caminan  lentamente y revolotean por el pasillo del segundo piso, algunos me pregunta quién soy, yo los hago pasar  y le contesto que ya responderé a sus dudas.

Los Jóvenes me observan, esperan que abra la puerta de la sala. Nervioso introduzco la llave en el candado, giro la llave a la izquierda y después a la derecha, no abre, algunas gotas de sudor aparecen por mi frente, los alumnos continúan observándome, ( ¿se cuestionarán lo torpe que soy con las llaves?, ¿ Pensarán que esa es una pequeña muestra de mi debilidad?), giro la llave con fuerza de una lado a otro hasta que el candado cede, me pongo de pie y con un brazo levanto la barra de metal que atraviesa la puerta, me coloco a un costado, los jóvenes por fin entran a la sala.

¡Atención por favor!,   mi nombre es Roberto Carballo, soy profesor de Historia del Pedagógico y reemplazaré a don Claudio Martinez, él sufrió una angina, a los que se preguntan que es eso, les cuento que es una obstrucción a una arteria coronaria, o sea, del corazón( me siento algo torpe al hacer ese enfasís, corazón, pero nadie se sintió ofendido). El tiempo que reemplazaré a don Claudio depende de su recuperación, talvez sean seis días o un mes, eso no lo sé. Esa fue mi parca presentación, la cual repetiría con todo los cursos en que asumiera la cátedra. Después   de este primer acercamiento lo de siempre, pasar la lista, disfrutar la calma, (la tensa calma antes del enfrentamiento, donde cada uno mide al rival) y desarrollar la actividad pedagógica planificada. En este caso no tenia ninguna, así que reviso sus cuadernos, para mí sorpresa  no tenían materia escrita, miro el libro de clases, está en blanco. Les hablo de Historia, trato de motivarlos con mis apreciaciones. Acordamos un pacto de no agresión, ellos conversan en sus puestos y yo intento solucionar el dilema de la planificación de los contenidos, el cual se presenta como una monstruosa muralla, en dos días, debo armar material pedagógico para  recuperar el tiempo perdido del  mes anterior, en casa   pensaría que haría para la próxima clase. Por ahora me rasco la cabeza,  mientras ellos conversan, dibujan y escuchan música en los audífonos de sus celulares, no queda otra alternativa que pasearse por la sala, vigilar y tratar de conversar con los alumnos.

Segundo bloque de la mañana y me enfrento a un ataque de risa de un alumno del 3º H, su nombre es Johan,  lo llamo al orden, pero sigue  riendo junto a su compañero, le pregunto la causa de su risa, pero sus carcajadas no paran, no me queda más remedio que echarlo de la sala de clase. Pienso que esta acción me asegura el respeto del resto del curso, pero el compañero de asiento de Johan continua con la risa, lo miro a la cara y observo un gran chichón que cubre la mitad de su frente, esta anomalía cutánea resalta aún mas con su pelo tieso y puntiagudo.

¿Cuál es su nombre joven?

-Carlos Vásquez, profesor.

-por favor salga de la sala-, digo calmadamente.

            Inquisitivamente observo al curso, están es silencio, simulo una anotación en el libro de clases, me dirijo hacia la puerta, enfrento a los dos jóvenes risueños, estos ya habían dejado de reír,  sus rostros están rojos, miran al suelo y tratan de esbozar una disculpa, con mi mano trato de atraer su atención y  conciliar un silencio que me permita ordenar las ideas.

 -¿Por qué te reías?

- lo que pasa Profe es que se estaban burlándose de usted.

 -¡Pero eran ustedes lo que se reían de mí!

- es que no lo pudimos evitar profesor.

- ¿bueno y que dicen mí?

-lo que pasa Profe, es que usted se parece a Chocman.

 -¿y eso es todo?- digo desilusionado.

(Para tratar de llegar a un consenso, y mostrar mi benevolencia improviso un discursillo celebre sobre la tolerancia y el respeto).

Saben, yo como profesor respeto a todos los alumnos, a ustedes les he demostrado mí respeto y  por esa razón exijo el mismo trató. No  me costaría nada burlarme de usted y de los alumnos en general, porque debo estar sobre esas pequeñeces, para darle un ejemplo (señalo con la palma de mi mano la humanidad de del primer risueño) estoy seguro que le  hacen bromas por su nombre, Johan.
-Si profesor- dice Johan.
Yo podría utilizar esa situación para intimidar al curso, pero eso no lo haré ni usted ni con nadie, yo no me aprovecho de las inseguridades ni de los defectos de los alumnos.

Espero que escuchen con atención estas palabras, para mí lo más importante al interior de la sala es el respeto y espero que no rompan esta regla, porque tendré que tomar medidas.

- Si profesor, disculpe, no lo volveremos hacer- dicen los dos jóvenes.

            -Bueno, espero que su comportamiento cambie, porque en una segunda ocasión         no seré comprensivo. ¿Queda claro?

-¡Sí profesor!- contestan arrepentidos los jóvenes.

            -Espero que se comporten mejor  de ahora en adelante, porque para mi seria fácil      tomar represalias y mandarlos a la inspectoría y anotarlos en el libro, pero esa no       es la idea.

- ¿estamos de acuerdo?

-Si profesor- responden cabizbajo los alumnos.

-disculpe profesor, no era nuestra intención- dice el joven del furúnculo en la frente.

-¡Les voy a creer!, por favor vayan a lavarse la cara y vuelvan a clases.


Después de mi mensaje redentor, las palabras de estos niños asumían un eco en mi cabeza, esas vibraciones me molestan de sobremanera, escucho una y otra vez sus voces monocordes diciéndome ¡sí profesor!, ¡Sí profesor!, ¡Disculpe no era nuestra intención!, Sus disculpas me ofenden  más que sus risas, a pesar de observar un genuino arrepentimiento en sus ojos, sus ¡sí profesor! Me llenan de una sensación de vacío que no puedo  ignorar.

La gracia de este inesperado vacío me revela sorpresas, no  llevo ni cuatro horas en el colegio y ya fui bautizado con mi primer mote, Chocman, en cierto sentido es gracioso, en verdad me parezco a ese famélico héroe de los bizcochos cubiertos de chocolate, mi cuerpo es delgado, y poseo una prominente nariz, al igual que el susodicho, en lo único que se equivocaron mis nuevos alumnos es que no usó malla, tampoco antifaz, además soy mucho más musculoso y guapo que ese enclenque monigote de los comerciales. Pero mis conclusiones a ellos les importan un carajo, ya  dictaron sentencia, no queda más remedio  que padecer la condena de ese apelativo.

Terminé mi primera jornada, cada uno de los cursos que tomé durante la mañana me presentó una situación similar a la anterior, carencias de contenidos, de interés, y problemas conductuales. La rutina sólo es quebrada por los desagradables detalles, que para cosas de convivencia estudiantil no son detalles, son situaciones de vital importancia.

Durante la tarde del sábado  sufrí un pequeño ataque de ansiedad, que mejor que salir a beber unas copas con los amigos, volví temprano, con la intención de jugar fútbol el  domingo y tener una gran actuación deportiva, tal vez de esa forma me sacaría la tensión del cuerpo, pero en pleno encuentro deportivo tuve que salir por un dolor de estomago, mi equipo perdió, mi salida del campo de juego no se produjo por la ingesta alcohólica de la noche anterior. Según mi padre estos malestares eran producto de la presión de la semana,  ya que presenté  mi examen de grado el miércoles, terminando un proceso siete años, en el cual obtuve nota siete en la defensa de la tesis, no podía esperar menos calificación, estuve dos años escribiendo esa obstinada memoria sobre organizaciones de obreros anarquistas. ¡Ya soy un profesor titulado!, además debía adicionar el repentino ingreso al mundo laboral en el Complejo educacional Luis Durand de la comuna de Lo Prado, un colegio de fama conflictivo, para mi viejo esta era razón suficiente para tener hecho bolsa el estomago. Para  mi madre la razón de mi malestar es más simple, me había agarrado una gripe de puta madre, según ella esto me sucede porque salgo de noche y llego a casa al alba. De la cancha llegue pasado las seis de la tarde con dolor de cabeza, garganta y estomago, por prevención  pase a la farmacia por provisiones  y llene mis bolsillos de aspirinas y anti gripales, prendí el televisor como pude,  improvisé en una hora las actividades de la clase y me acosté como a las nueve.

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